manzanas y corazones

Él se enamoró de ella apenas vio sus ricitos rubios asomar detrás de aquella enorme manzana de caramelo. Ella, como suele ser habitual en las niñas que se saben guapas, ni se fijó en él y siguió lamiendo su dulce año tras año en las fiestas del pueblo. Lo peor es que él siguió sin probar el caramelo, ni las arreboladas mejillas de la muchacha, a pesar de ver cómo otros más osados lo conseguían.

Tímido la observaba desde un rincón del baile. Ella, pizpireta, seguía sonriendo y riéndose con unos y otros, hasta que consiguió un buen casamiento que le trajo tierras y un corro de hijos alrededor de sus faldas. El abandonó el pueblo, se hizo marino y visitó lugares que no aparecían en los mapas de la vieja escuela, incluso dicen estuvo en aquella primera salida en Waikiki y después en alguna en Kona, con la luna llena de octubre.

Él era un buen hombre, de gran corazón decían, aunque un tanto pazguato. Nunca casó y lo que tuvo lo dio. Cuando sus pies se cansaron de errar volvieron al pueblo que los vio partir. Allí vio el reposo en la nueva residencia que las monjitas habían abierto.

Ella cuidó de su familia, enviudó y vio a sus hijos partir a ciudades de la costa desde las que nunca tenían tiempo de regresar. Cuando ya no pudo cuidar de sí misma acabó en la acera de enfrente, en la misma residencia.

Él, apocado, seguía soñando con aquella manzana. Ella seguía pasando lista alrededor, comprobando quién seguía fijándose en ella, intentando rescatar de la memoria el nombre de aquel muchacho que según sus amigas le hubiera entregado el corazón sin dudarlo y que de repente había pillado en falta mirándola desde el otro lado de la sala de rehabilitación.

Un día los cuerpos se rebelaron y hubo que acudir al hospital. Ni siquieran compartieron ambulancia, pero sin saberlo estaban uno a cada lado de la cortina que separaba el box tres y el cuatro.

Corazón y manzana, manzana y corazón, estaban más cerca que nunca.